Todas las relaciones de Amador
cumplieron cabalmente un proceso de desgaste natural e inexorable, como la
oxidación de los metales o la putrefacción de las frutas. Ay el amor! aparece
en la vida tan sorpresivo que nadie está preparado para recibirlo, asimilarlo,
ni mucho menos protegerlo. Inevitablemente lo descuidamos, lo perdemos, nos
desentendemos y luego, tan impunemente nos volvemos a enamorar.
El amor es una debilidad, nos vuelve
vulnerables en una etapa en la que estamos expuestos a una serie de
peligros y daños irreparables, como la pérdida de la confianza luego del engaño
o la aceptación de la soledad como el mejor de los escudos; por el
contrario, el desamor es la herramienta que genera la superación personal, como
una fuerza que te obliga a la auto sanación, como la fiebre que consuela con el
sudor al cuerpo previo a la recuperación. Así pensaba Amador.
Cloe lo conoció arrogante y perverso. Amador
vivía obsesionado con el dolor y la melancolía. Una vez soñó que Cloe lo
engañaba, al despertar deseó que el sueño fuera realidad. La odió secretamente.
Ella lo enteraba de su amor en cada una de sus sonrisas.
Después de descubrirse masoquista,
empezó a temerle a todo, cualquiera podría ser su enemigo o en cualquier lugar
de la ciudad estaría esperándole alguna trampa mortal. Tales paranoias lo
tenían fascinado.
Cloe lloró toda una noche al
descubrir que Amador era incapaz de demostrarle algún gesto de amor en público.
Todo empezó como un juego: ella le ponía apodos cursis, lo besaba en la frente,
le prodigaba infinitas bendiciones; finalmente, lo imantó a su ser en un abrazo
casi eterno, y así, en vano esperó la reciprocidad. Empequeñecido en el abrazo
de Cloe, Amador descubrió que le aterrorizaba la inexorable soledad.
Marta
lo engañó siempre. Ella adoraba la actitud bohemia de Amador, por eso siempre
lo consideró a él su pareja oficial, los demás la disfrutaban en la
clandestinidad.
Amador siempre lo supo pero nunca le
dijo nada a Marta, tampoco le fue infiel. Su mente era su acosador incansable.
Amador hizo todo lo posible por mantener viva esa relación, pero cada vez se
sentía inferior a ella, para estar a su nivel empezó a despreciarla. Algunas
veces le comentaba que había conocido a una chica más linda que ella, otras
veces le dejaba pistas de infidelidades que nunca cometió, solo así se
sentía cómodo ante su presencia. Marta terminó la relación con él tres meses
después. Amador perdió la mirada en la insondable noche y calló con todas sus
fuerzas un ‘no me dejes’.
Adela era diez años menor que
Amador. Era de una provincia alejada de la capital, de una ciudad calurosa. Era
madre soltera y trabajaba para pagar sus estudios de cosmetología. Tenía el
rostro angelical y malévolo a la vez, como de niña disfrazada de adulta.
Pesaba cincuenta y cinco kilos y medía un metro con sesenta y tres
centímetros. La maternidad y la juventud moldearon sus senos y caderas en justa
proporción diabólica. Era salvajemente hermosa. Él se iba enamorando sin oponer
resistencia.
Jamás contó el final de su historia
con Adela. Al respecto, se limitaba a comentar siempre lo mismo: ‘Era
inevitable, es el ciclo del amor’. La última vez que lo dijo sintió una
exaltación y luego un gran alivio, como quien descubre una solución o
estrategia. Entonces, musitó que las ganas de amar llegan sólo después de
haberlas contenido por mucho tiempo. Luego, razonó más detalladamente: primero,
uno se debe acostumbrar a la soledad; luego, la soledad potencia las ganas de
amar; entonces, el amor brota con una fuerza incontenible. Tal razonamiento,
evidentemente, era un sofisma.