'No tengas miedo de escribir lo que merece ser contado'
Gordo Diego
Todas las relaciones de Amador cumplieron
cabalmente un ciclo repetitivo de un proceso de desgaste natural e inexorable,
tal como la oxidación de los metales o la putrefacción de las frutas. Ay el
amor, nace tan sorpresivo que nadie está preparado para recibirlo, asimilarlo,
ni mucho menos protegerlo. Inevitablemente lo descuidamos, lo perdemos, nos
desentendemos y luego, tan impunemente nos volvemos a enamorar.
Cuando Cloe, Marta y Omaida lo
abandonaron, ya presentía que había algo ajeno a él, un factor externo, como
una fuerza que lo obligaba siempre a desentenderse de todo, no en vano lo terminaron por inmaduro. Por
último, cuando Adela lo dejó, concluyó que el factor externo tenía nombre y
apellido, Bob Dylan.
La sensibilidad al arte es una
virtud que no todos poseen, viene acompañada siempre, a futuro, de rasgos menos
agradables como la abstracción de la realidad y el delirio. La riqueza
sensitiva de estas personas sólo se ve opacada por su propia degradación; entonces, con el tiempo, pasan de la
sensibilidad a la extravagancia, del don de la expresividad al dramatismo, y la
creatividad, cuando los sueños fracasan, termina por convertirse en vergüenza,
envidia y depresión. Irremediablemente, la única salida es la enajenación, como
bien definen los eneagramas occidentales de la personalidad al tipo cuatro o
cuarto vértice. Amador encaja en esta descripción, y nadie se lo iba a decir
jamás.

Amador nunca había escuchado
alguna canción de Dylan, pero semejante a él poseía múltiples virtudes
artísticas: enamoraba con poemas, escribía versos y los cantaba en fiestas, una
vez dibujó casi a la perfección el rostro de una de sus novias, tal gesto le
valió la fama de artista y la licencia para un par de infidelidades. Tampoco se
parecía físicamente a Dylan pero cuando lo vio en un póster en el cuarto
de Cloe, luego del acto del amor, que siempre le sucede, como un premio, al juramento del amor, se
reconoció vagamente, como el rostro que se esboza en el espejo ahumado.
El amor es una debilidad, nos
vuelve vulnerables en una etapa en la
que estamos expuestos a una serie de peligros y daños irreparables, como la
pérdida de la confianza luego del engaño o la aceptación de la soledad como el
mejor de los escudos; por el contrario, el
desamor es la herramienta que genera la superación personal, como una fuerza
que te obliga a la auto sanación, como el sudor que consuela al cuerpo
afiebrado previo a la recuperación. Así pensaba Amador.
Cloe lo conoció arrogante. Con
escasos diecisiete años tuvo el infortunio de conocer el peor de los amores, el
no compartido. La destreza en la
articulación de las palabras, la representación gráfica de los sentimientos, y
el desarrollo de otras expresiones artísticas de Amador no lo llevaban a
obtener un buen trabajo, tampoco una beca estudiantil; por el contrario, estaba
obsesionado con el dolor y la melancolía. Una vez soñó que Cloe lo engañaba, al
despertar deseó que el sueño fuera realidad. La odió secretamente. Ella lo
enteraba de su amor en cada sonrisa.
Poco después de descubrirse
masoquista, empezó a temerle a todo, cualquiera podría ser su enemigo o en
cualquier lugar de la ciudad estaría esperándole alguna trampa mortal. Tales
paranoias lo tenían fascinado.
Se propuso la siguiente solución:
sus miedos, generados por él mismo, los guardaría como el secreto más aberrante
que puede callar un hombre, como un gozo privado. Sólo expresaría dicha e
ingenio. Pero es ardua la labor de quien debe decir lo que no siente, y más
arduo es callar lo que de verdad se quiere decir. A este último problema también
le encontró solución. Sin darse cuenta, como los recién nacidos cuando aprenden
por imitación el comportamiento, había adoptado una serie de poses y manías
de personajes públicos que poseían
gestos que no reflejaban nada a quien los mirase, como mirar al mar, que es
atractivo por ser inalcanzable, pero indescifrable por la misma razón. Tenía
argumentos aprendidos para distintos temas de conversación, así, un día podía
justificar la peor de las guerras y por la noche asombrarse por la muerte de
una res a manos del hombre. Poseía entonces una buena cantidad de gestos
practicados al detalle, sus maestros eran la televisión y los libros. Pero su
nuevo comportamiento lo envilecía cada vez más: Cloe lloró toda una noche al
descubrir que Amador era incapaz de demostrarle algún gesto de amor en público.
Todo empezó como un juego: ella le ponía apodos cursis, lo besaba en la frente dándole infinitas bendiciones, finalmente lo imantó a su ser en un abrazo casi
eterno, y así, en vano esperó la reciprocidad. Él tenía que seguir firme, como
el soldado que se resiste a delatar a su armada cuando es interrogado por el
enemigo: el amor es una debilidad, el amor es una enfermedad, el amor nunca es
eterno. Empequeñecido en el abrazo de Cloe descubrió que le aterrorizaba la
inexorable soledad.
En 1965, en una conferencia de
prensa en San Francisco, Bob Dylan ridiculizaba a los periodistas: se desentendía
de las preguntas con una actitud tan atractiva que la misma prensa ridiculizada
aprobaba. El gesto máximo de la indiferencia no te da la victoria en una
discusión, pero te permite terminarla sin perder. Un reportero le pregunta a Dylan por su presencia en una manifestación, pactada para el mismo día en horas más
tarde, en contra de Vietnam frente al hotel Paramount, realizada por la
juventud norteamericana comprometida y azuzada cada vez más por las canciones
del mismo Dylan. Amador miraba ansioso el documental que reproducía dicha
conferencia. Dylan responde: Esta noche estoy ocupado. Luego se dibuja una
sonrisa socarrona en su rostro. Luego se sacude cualquier responsabilidad en
dos pestañeos. Luego la risa se hace masiva y cómplice.
Marta lo engañó siempre. Ella
adoraba la actitud bohemia de Amador, por eso siempre lo consideró a él su
pareja oficial, los demás la disfrutaban en la clandestinidad. Amador nunca
supo cuántos amantes tuvo Marta, sólo tuvo la certeza de la existencia de uno
de ellos. Se enteró justo el día de los enamorados. Yendo a separar una
habitación en un hostal, la vio salir de ahí con un tipo muy parecido a él. Éste llevaba un traje anacrónico y fumaba dando bocanadas interminables. Ella
parecía adorarlo, al amante le era indiferente.
La idea de Marta fornicando con
el otro falso Bob Dylan saturaba todos sus pensamientos. Le sorprendió lo
impredecible de sus sentimientos. Algunas veces le daban arcadas, otras veces
se excitaba imaginándola lo más vulgar posible en sus encuentros secretos,
otras veces se sentía humillado, y a cada sentimiento le correspondía una
acción también impredecible, algunas veces hacía dibujos de muchos hombres
fornicando a una sola mujer, otras veces bebía o consumía drogas, otras veces
se masturbaba imaginándola con otros, les ponía distintos rostros y cuerpos a sus
amantes. Nunca le dijo nada a Marta, tampoco le fue infiel.
Los celos callados lo ataban más a ella, quería saber siempre su ubicación, qué
hacía cuando él no la veía, cuántos amantes tendría. Pero nunca hizo nada por
descubrir más, su mente era su acosador incansable. Amador hizo todo lo posible
por mantener viva esa relación, pero cada vez se sentía inferior a ella, para
estar a su nivel empezó a despreciarla. Le comentaba a menudo que había
conocido a una chica más linda que ella, algunas veces la dejaba plantada en
sus citas, otras veces le dejaba pistas
de infidelidades que nunca cometió, sólo así se sentía cómodo ante su presencia.
Marta terminó con él tres meses después. Le dijo que sentía un alejamiento de
parte de él, que ya no la amaba como antes y que había encontrado a alguien que
sí lo hacía. Amador perdió la mirada en la insondable noche y calló
con todas sus fuerzas un no me dejes.
El vínculo que lo unió a Omaida,
dos años después de lo de Marta, fue la admiración que sentía ella por él. A la
admiración le sucedió la dependencia, como era de esperarse. Ella era mayor que él. No reconocía en la
vida de Amador ninguna actitud de los jóvenes de su época, todo era especial en
él, como una nueva juventud. Amador sólo desarrolló en esta relación el
egocentrismo y el abuso, como era de esperarse.
Cada gesto de indiferencia por
parte de Amador calaba en Omaida como una acusación o venganza. Por ejemplo,
ella llama por teléfono y él no contesta, ella piensa qué acción pudo cometer
para que él se molestase al punto de no responderle las llamadas. O él se niega
a verla en un periodo largo; ella piensa que la razón más probable es un
castigo por no haberle dado la cantidad justa de intimidad. Así, en un periodo
aproximado de dos años, se dieron las más disparatadas situaciones de
reciprocidad. Una mirada de desprecio podía generar una mayor cantidad de
besos. Un rasguño sospechoso en la espalda o pecho, derivaba en una noche de
sexo. El mirar con deseo a otra mujer lo hacía merecedor de un almuerzo
familiar en casa de ella. Pero tal contexto pronto se volvió un tormento para Amador.
Al cabo de un buen tiempo, llegó a pensar que todas esas actitudes de Omaida
eran producto de un sentimiento de culpa que la agobiaba y que sólo podía
apaciguar con tales complacimientos. Un sentimiento culposo como una
infidelidad. Más adelante pensó que ningún gesto de indiferencia o desprecio
era atendido como tal porque ella no lo amaba realmente. Casi siempre concluía
que Omaida toleraba esa situación como sacrificio para no caer en la más
profunda soledad.
Entristecido decidió terminar con
esa relación. Lo pensó mucho antes de decidirlo en su totalidad. Evaluó todos
los beneficios que esa relación le ofrecía, y estos superaban largamente las penas de su agitado pensamiento. Aun así,
sabía que pronto tal situación terminaría por cansar a Omaida. Se planteó a sí
mismo el siguiente razonamiento: si yo cometo alguna acción que enfatice mi
desagrado por ella, esta acción sólo generará que ella se adjudique las causas
que la provocaron. Entonces, duplicará sus esfuerzos para revertir tal
situación. Después, razonó más detalladamente: Yo termino con ella. Luego, ella se
siente culpable. Entonces, me pedirá una nueva oportunidad ofreciéndome el
doble de amor. Tal razonamiento, evidentemente, era un sofisma.
Ultimaba detalles de su
matemático plan, cuando una tarde, de un diecisiete de julio, recibió una inesperada
llamada telefónica de Omaida. Primero, le reclamó tanta desidia en tanto tiempo
de relación, luego le contó que últimamente sólo sentía tristeza y desazón.
Finalmente, lo enteró de cuánto lo quería, sin ejemplos ni artilugios verbales, digamos que simplemente cuantificó su amor en infinito. Luego
le cedió el turno a Amador. Él pensó que era
obvia la razón de esa llamada. Era el momento perfecto para ejecutar su
plan. Pero el plan no estaba terminado. Tendría que improvisar. Al silencio
sepulcral le sucedieron las siguientes palabras de Omaida: prefiero terminar la
relación que seguir sintiendo esta pena, a menos que quieras convencerme de lo
contrario… Omaida, recién al cabo de unos segundos se pudo percatar que ya Amador
había colgado.
Dos años transcurrieron
lentamente. Amador tenía ya treinta y cinco años. A esa edad conoció
súbitamente a Adela, en un bar. Él la sacó a bailar, ella aceptó. No se
volvieron a ver sino hasta el final de la noche. Ella tropezaba subiendo las
escaleras (el bar era un sótano), él la vio y corrió a ayudarla. Adela no
estaba sola, la acompañaba su prima, Ester. Intercambiaron números en ese
instante y se despidieron. Pocas horas después, las primeras luces del día
ingresaban al cuarto de Amador, augurando el inicio de una nueva aventura.
Adela lo llamó y le agradeció por lo de la noche. Él se iba enamorando sin
oponer resistencia.
Adela era diez años menor que Amador.
Era de una provincia alejada de la capital, de una ciudad calurosa. Era madre
soltera, trabajaba y pagaba sus estudios de cosmetología. Tenía el rostro
angelical y malévolo a la vez, como de niña disfrazada de adulta. Pesaba cincuenta y cinco kilos y medía un
metro con sesenta y tres centímetros. La maternidad y la juventud moldearon sus
senos y caderas en justa proporción diabólica. Era salvajemente hermosa.
Amador la deseó desde el primer
día que la conoció. Pensó que ya era momento de enamorarse de verdad, y Adela, con su estructura ósea infernal, le
pareció la mejor opción. Al cabo de dos meses, formalizaron su relación con un
encuentro sexual. Nunca hubo palabras de por medio. Ella le juraba que cada vez
más se iba enamorando de él. Él se pasaba los días buscando fórmulas para
eternizar la relación. No volvería a cometer más el error de interpretar al
maléfico Dylan.
Nunca reparó, Amador, en que
Adela vivía constantemente asediada por otros admiradores. Un día en una heladería,
Adela atendía una llamada telefónica. La ausencia de clientes en el local
permitió que Amador se percatara que la voz en el teléfono celular de Adela, era
masculina. Adela, con toda naturalidad, concluyó la conversación telefónica pactando
un encuentro con el desconocido un par de días después.
La última vez que lo vi a Amador,
me contó la historia de su vida en una noche interminable en el bar de un amigo
en común. Casi al amanecer pudo concluir que aún seguía viendo a Adela, que
sentía una atracción enfermiza por ella. Terminábamos la velada con unas
canciones de Bob Dylan, que Amador aprendió a cantarlas muy bien. Yo acompañaba
con una guitarra del local. De pronto una llamada en mitad de canción
inmortalizó el rostro de Amador en un gesto de desesperación. Era Adela. No sé
qué conversaron durante ocho minutos exactos, pero al final pude ver a Amador,
convertido en un desmejorado Bob Dylan, cantarle, o más bien, resumirle su
historia en una frase: no me dejes, I want you so bad.